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Tío Rober


Siete meses después de cumplir veintiséis años, fui a Dinamarca a hacer una maestría en filosofía contemporánea. En realidad, la maestría era la excusa para poder estar en Europa por más de un año sin papeles y, si ya de paso aprendía un poco en términos académicos, mejor. Tenía muy poca plata y me iba sin ninguna beca, por lo que iba a tener que encontrar trabajo rápido y vivir con lo mínimo indispensable. Por ese motivo, el vuelo de Montevideo a Copenhague que había comprado demoraba treinta y nueve horas, pero solo me había costado seiscientos dólares.

Tenía una escala en Zurich de veintidós horas y mamá sugirió que, en vez de dormir en un hostel, me quedara en casa del Tío Rober, para contribuir con el plan ahorrativo. Tío Rober era el primo segundo del papá de mamá, o sea de mi abuelo, y mamá le decía tío a pesar de que solo era un par de años mayor que ella. No tenían mucha relación. Antes, durante mi adolescencia, se llevaban más, porque Tío Rober y su familia estaban muy bien de plata y a veces veraneaban en Uruguay, pero ya hacía como diez años que no los veíamos y ni mi madre ni Tío Rober eran ases de la comunicación, así que habían perdido un poco el contacto, pero no el cariño, dijo mi madre, que no dudó en llamarlo y proponerle mi visita.

A mí, para ser honesta, verlo me embolaba bastante, casi no me acordaba de él ni de su familia y el último recuerdo que tenía de ellos era a los dieciséis años, un verano, jugando al tejo en Punta del Este o Rocha. Así y todo, acepté porque, entre una cosa y otra -traslados desde y hacia el aeropuerto, cuatro comidas, hostel e imprevistos (siempre había imprevistos)-, yendo a lo de Tío Rober me iba a ahorrar como cien euros, que no me sobraban.

Llegué a Zurich de noche, cansada. El hijo de Tío Rober, Gustavo, me fue a buscar al aeropuerto. También hacía diez años que no lo veía. No me acordaba de su cara, pero estaba segura de que iba a reconocerlo apenas lo viera. Mi madre me había puesto al tanto de la vida de Gustavo en el último tiempo; se había recibido y trabajaba en una empresa que exportaba software y había tenido un par de mambos amorosos complicados, historias rebuscadas, jodidas, de esas que, por más que involucraban actitudes que yo criticaba, siempre terminaban atrayéndome. En el avión había fantaseando con la posibilidad de que pasara algo con Gustavo. No acordarme de su forma de ser ni de su físico dejaba el terreno completamente abierto para que me imaginara todas las posibilidades existentes de romance, desde un affair de una noche hasta una vida entera juntos. Me percataba de la manera ridícula en la que convertía todo en amorosidad y me hubiera dado vergüenza comentarle a alguien mis pensamientos, sobre todo, siendo yo, tal como me jactaba, tan rupturista, tan liberal, tan feminista.

Lo reconocí enseguida. Nos saludamos con un abrazo un poco forzado, que remitía a una familiaridad que ninguno de los dos recordaba del todo. En su auto sonaba un cd de Offspring, que surtió mucho más efecto reminiscente que cualquier comentario de los que hicimos sobre aquel último verano en Punta del Este o Rocha. Hablaba español con un acento raro, como un extranjero. Le pregunté si hablaba alemán perfecto o si se le distinguía el acento sudaca y me dijo que se le notaba el sudaca, sí, y bromeó sobre ser un paria, sobre no pertenecer a ningún lado. Me dio un poco de pena y también un poco de celos. Me contó de la ruptura con su novia, de los cambios que el final de la relación había generado en su vida, algunos de ellos emocionales y otros logísticos, como mudarse, la custodia compartida de los perros, etcétera.

Compramos una pizza de camino. Me ofrecí a pagar, pero Gustavo no me dejó. No me pareció que su negativa respondiera a una visión machista del pagar, sino a una intencionalidad anfitriona, de agasajo hacia mí, la invitada. Eso me gustó, yo hubiera hecho lo mismo. Antes de estacionar el auto ya sabía, clarísimo, que Gustavo no me atraía en lo más mínimo. Era inteligente y hacía comentarios ocurrentes, pero no me gustaba la manera en que describía el final de su última relación ni el comienzo de la nueva. Me parecía que no entendía el amor, al menos no como yo lo veía, y que era un hombre-niño, que no se hacía cargo de la dimensión y los efectos de sus actos. No había maldad intencional en él, pero sí una maldad banal, esa que surge del no pensar del todo en el otro, del no reflexionar o no darse cuenta de las consecuencias de las acciones. Notar su maldad banal era como un repelente que me secaba la entrepierna. Mejor, pensé. Mejor no arrancar el viaje con quilombos.

Entramos al apartamento de Tío Rober y dejé mi valija y mi mochilera en el pasillo. Estaba súper cargada, pero tenía sentido; me iba por un año y, probablemente, intentaría quedarme más. Tío Rober estaba terminando de lavar unas tazas y unos vasos en la cocina y nos saludó con un grito, llamándonos. Fuimos hacia él y de repente lo supe con claridad: el último verano que nos habíamos visto había sido en el 2007, en Rocha; fue el verano en que mi hermano se quebró una paleta jugando al paddle con Gustavo.

Tío Rober me saludó con simpatía y calidez. Era finales de febrero y Zurich estaba fresco, pero él vestía un short de básquetbol y una musculosa negra, un poco rancia, que antes de ser musculosa había sido remera.

-¡Estás igual! -dijo, con una sonrisa de dientes perfectos y los ojos achinados a causa de la sonrisa. Por su tono, me di cuenta de que el “igual” tenía una connotación positiva.

-¡Vos también! -dije, sin saber bien si eso era verdad o no.

Nos sentamos los tres alrededor de una mesita, frente a la heladera y el fregadero, y comimos la pizza. Tío Rober ofreció agua, cerveza, whisky o ron. Yo tomé cerveza, Gustavo agua y Tío Rober, ron. Me sorprendió la rapidez con la que me sentí a gusto en aquel apartamento, en el que nunca había estado y en compañía de personas a quienes no veía hacía diez años. Tío Rober no me preguntó por mi familia, ni por Uruguay. De una, me preguntó por el viaje: qué estaba yendo a buscar, si tenía planes o no, cómo había sido dejar el paísito, si sentía miedo, expectación o qué.

Antes de acabar la pizza, Gustavo dijo que se tenía que ir a encontrar con un amigo, nos dio un beso y se fue. Su partida me fue indistinta. Tío Rober y yo compartimos la última porción de pizza y seguimos charlando. Después de terminar la comida, decidí pasarme al ron. Entre las calorías y el alcohol, me subió la temperatura y me saqué el saco tejido negro que llevaba puesto, me quedé en remera y me hice una cola de caballo bien alta, bastante desprolija pero muy cómoda.

Tío Rober tenía sesenta y seis años, se había divorciado hacía cuatro años y jubilado hacía dos. No tenía cable ni teléfono de línea, no usaba computadora ni acolchados de plumas y solo compraba heladeras de frío húmedo. Su rutina constaba de levantarse, ir a caminar una hora y media, volver, cocinar algo, ir a la plaza, tomarse un café en el bar de su cuadra, leer, ir al cine, juntarse con algún amigo o amiga a la tarde y en las noches no había planes fijos; variaba día a día, me dijo.

Cuando le conté por qué había decidido viajar y le expliqué que las razones principales excedían totalmente el plano académico, sin saber cómo, terminé hablando de las meditaciones metafísicas de Descartes, al explicarle que viajaba porque quería poner en riesgo mi identidad, porque quería experimentar, conocerme desde otro lugar, descubrir qué quedaba cuando los roles asignados desaparecían y dudaba de todo lo que siempre había dado por obvio sobre mí y mi vida. Acabé confesándole que, además de la excitación y la feliz ansiedad que me despertaba lo incierto del viaje, también me acongojaba un gran miedo: la posibilidad de que lo que apareciera, una vez eliminados todos los velos, no me gustara o no me hiciera más feliz. Parafraseé a Descartes, diciendo “al igual que un esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria, cuando comienza a sospechar que su libertad no es más que un sueño, teme ser despertado, y conspira con esas ilusiones agradables para permanecer más tiempo engañado por ellas, así yo regreso insensiblemente, por mí misma, a mis antiguas opiniones, y temo despertar de este sopor por miedo a que las laboriosas vigilias que sucedan a la tranquilidad de este reposo, en lugar de aportarme algo de luz en el conocimiento de la verdad, no sean suficientes para aclarar las tinieblas de las dificultades que acaban de suscitarse”, ¿entendés?, le dije.

Apenas callé, supe que, probablemente, se me había ido la moto en cuanto a la intensidad emocional y filosófica de mi planteo. Miré hacia abajo, un poco avergonzada. Tío Rober tomó un sorbo de ron e hizo que sí con la cabeza.

-Claro que entiendo -dijo y me contó, además, cómo eso se relacionaba con lo que él entendía por felicidad y libertad, desde una perspectiva spinoziana, aclaró.

Cada vez me sentía más cómoda. Ya no me parecía que se me iba la bocha al decir lo que sea que se me pasara por la cabeza, desde comentarios sexuales, guarros, hasta planteos filosóficos o cursis. Tío Rober se la bancaba posta y para todo tenía algo que decir, ya fuera un comentario sarcástico o un aporte profundo.

Le hablé de mis dificultades para establecer parejas tal como eran concebidas tradicionalmente -monógamas, heterosexuales, entre personas adultas y de la misma edad, posesivas- y Tío Rober me comprendió al instante. Dijo que a él le sucedía lo mismo, pero que había descubierto otro modelo de amar muchos años más tarde que yo, a una edad en la que, socialmente, ya te daban permiso para vincularte de otra manera y no se pretendía tanto de uno. Hablamos del gran sinsentido que componía la existencia humana, de lo random que era todo y de cómo los humanos buscaban explicaciones metanarrativas que justificaran o dieran sentido a su papel en el planeta. Tío Rober opinaba que, para la mayoría, la angustia vaciante de asumir que no había nada, ni vida después de la muerte, ni destino, ni hilo rojo, ni almas, ni poseidones, zeús o afroditas era demasiado dolorosa. Me habló de los orígenes greco-judeo-cristianos de las concepciones emocionales occidentales y lo escuché atenta, fascinada, por más de que no me estuviera informando de nada nuevo, sino reforzando lo que ya sabía.

No sé de qué estábamos riendo, casi en silencio, cuando noté la simbiosis de nuestras conciencias recorrerme entera. Hacía tiempo que no conocía a alguien con quien me sintiera así, ni hombre, ni mujer, ni amigo, ni amante; tan a gusto, tan comprendida, tan en sintonía. Miré los ojos verdes de Tío Rober, envueltos en bolsas arrugadas de sesenta y seis inviernos, y noté una belleza atemporal en su mirada, en su sonrisa, en su cuerpo. Una belleza real, atractiva, poderosa; nada de esa mierda lastimera de cuando se le dice bello a un viejo y, en realidad, el subtexto es sos tierno, pero incogible, viejo decrépito. Por primera vez en la noche me fijé en mi pelo, en cómo me quedaba la ropa; me pregunté si Tío Rober me hallaría atractiva y si él también estaría sintiendo lo que yo sentía. Supuse que sí. Eran más de las tres de la mañana y hacía cinco horas que no parábamos de hablar. Era más que hablar. Hacía cinco horas que no parábamos de conectar.

Mientras él me contaba sobre su experiencia del amor dentro de una pareja más libre e independiente, imaginé cómo sería sentir su barriga y su pecho canoso sobre mi abdomen y mis tetas. Me pregunté si su boca, contorneada por pequeños e infinitos pliegues, daría besos rasposos. Me cuestioné si cuarenta años de diferencia de edad eran conciliables o si el deseo también tenía fecha de nacimiento.

Se nos terminó la botella de ron. Nos pasamos al whisky.

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