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Ibiza, cumbia y talleres de género


Fue en la explanada del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). Estábamos tomando una birra con Martina, un domingo de noche. Habíamos vuelto de Ibiza hacía unos días, donde en medio de porros y playas atestadas de gente, me había pasado horas disertando sobre género a las pibas con las que estaba viajando, a quienes recién conocía, a excepción de Martina. Ellas me escuchaban atentas y, cuando una o dos veces me paranoiqueé y les pregunté si no preferían que me callara o hablar de otra cosa, me dijeron que no, que desarrollara más.

Me gustó que quisieran que siga; yo tenía ganas de hablar de género, deTeoría Queer, de deconstruir mediante el diálogo muchas cosas que había naturalizado. De cierta forma, cada vez que conversaba sobre los temas que me inquietaban, el proceso de cambio que estaba viviendo se acentuaba más, como si la sola verbalización de las ideas tuviera un efecto subversivo tangible.

Pocos días después, estábamos de vuelta en Barcelona. El viernes madrugué para ir al bar jipi en el que estaba trabajando y caminé semi sonámbula hasta ahí, escuchando los descubrimientos semanales de Spotify. Mucha basura, como siempre, pero a pesar del letargo mañanero, una canción me llamó la atención. No la había escuchado desde el principio, pero me pareció entender que hablaba de amor libre. La marqué para escucharla después.

Terminé el turno de ocho horas y volví caminando a casa, agotada, fantaseando con un yogurt con granola y el ventilador a la máxima potencia. Me acordé de la canción de la mañana y puse play. La banda se llamaba Bifey la canción, efectivamente, hablaba de amor libre. Me desconcertó el tratamiento disruptivo del amor romántico en un género tradicionalmente machista como la cumbia. Encima la canción era pegadiza.

Cuando llegué a casa, dejé el yogurt con granola para después y me puse a investigar a Bife. Todas sus canciones salían del esquema heteronormativo, todas cuestionaban o ponían en duda los supuestos patriarcales y el binarismo de género que yo, de manera poco formal pero intensa, estaba estudiando y deconstruyendo. Me encantó.

Enseguida me puse a pensar por qué no me había topado con más producciones culturales -bandas, películas, series- que desafiaran esos supuestos, tal como lo hacía Bife. Me alarmó darme cuenta de que, a no ser excepciones, el arte y la cultura reproducían los estereotipos de género “de siempre”, en vez de proponer nuevas formas de vivir los cuerpo, las sexualidades o el amor romántico. ¿Cómo podía ser que los artistas (¿los rebeldes?, ¿la vanguardia social?), a nivel masivo, estuvieran generando una producción cultural tan quedada, tan tradicionalista, que ni siquiera lograba acompañar los cambios políticos, sociales y económicos en materia de género e igualdad social?

Tuve un momento de lucidez. Como una ráfaga, como un chucho de frío, comprendí las pocas alternativas que me habían sido mostradas desde la niñez. La cantidad de personas, cuerpos, maneras de amar, de abastecerse, de vivir el consumo, de entender al otro, que habían quedado por fuera de mi socialización y de la construcción de mi identidad en años cruciales de mi desarrollo. El menú de opciones había sido uno y la elección tuvo que devenir entre las categorías del ser que había conocido y asumido como únicas posibilidades.

Sentí una especie de inevitabilidad catastrófica; la sensación de ser parte de algo así como un Destino final (la película) de la identidad. A su vez, entender, o creer que entendía, los procesos que me habían conformado tampoco me separaban de lo que ya era. Es decir, no fue que de repente, al entender las implicancias de las estructuras que me habían creado, automáticamente era libre de ellas. Para nada. Pero, por otro lado, sentía que el terreno se había abierto a negociación, que ese darme cuenta abría la posibilidad de reestructurarme.

Supe que mi camino como artista tenía una responsabilidad. Supe que la espontaneidad y la honestidad que tanto caracterizaba lo que había hecho hasta el momento, ya no era suficiente y que, de allí en adelante, tendría que ir de la mano con el intento de generar un cambio en el Otro, de proponer nuevos modelos, de cuestionar aquellos órdenes considerados normales.

Estaba acelerada, como si hubiera descubierto algo grande. Las ideas que recorrían mi cabeza no eran nuevas, pero la unión que se había generado entre ellas, sí. De repente, todo el estudio, los cuestionamientos, los textos, las charlas, las parejas fallidas, las partidas al medio, las drogas, las decepciones románticas y amistosas, las frustraciones, la inadaptación socioeconómica; todo podía ser puesto en marcha para crear más aprendizaje, en los otros y en mí. Me puse a escribir, a redactar cómo imaginaba ese posible intercambio.

Al rato, me bañé con música jazz de fondo e intenté relajarme, pero no había manera. Me vestí y le escribí a Martina. Necesitaba verla, contarle mi plan a alguien; contarle que, sin saber que lo estaba buscando, me había topado con lo que, desde hacía tiempo, quería hacer.

Nos encontramos en la explanada del MACBA y estuve hablando durante una hora seguida, explicándole mi despertar. Era la primera vez que esas ideas salían de mi cabeza y una parte de mí tenía miedo de que todo el razonamiento sonara como un sinsentido o como la epifanía idealista de una adolescente manijeada.

Martina no solo me escuchó atenta, sino que reforzó mi ímpetu y bendijo secularmente mis ideas. Ese domingo de noche, como en un arrebato liberador, supe a qué había ido a Barcelona.

Imagen: captura de pantalla del videoclip de Bife, «Libre de mí».




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